Huelgas, recortes y muertes en prisión

Es imprescindible que empecemos a ocuparnos sobre lo que está ocurriendo con el sistema penitenciario. En primer lugar reflexionando por qué desde las izquierdas hemos prestado tan poca atención al ámbito penitenciario. En segundo lugar, teniendo claro que el abolicionismo va de la mano del anticapitalismo, feminismo y antirracismo

Más allá y por debajo de la huelga de funcionarios de prisiones, algo se empieza a mover en el ámbito anticarcelario. Al menos esta es la sensación que empezamos a tener distintos colectivos que trabajamos por la defensa de los derechos de las personas presas. Podemos señalar dos elementos que explican este incipiente interés. El primero, el más obvio, es que la repuesta del Estado al procés ha situado en primer plano la cuestión de los presos políticos y, por tanto, la realidad penitenciaria. El segundo elemento tiene que ver con las condiciones de vida dentro de prisión. Aunque en la última década ha descendido tanto el número de personas privadas de libertad como la tasa de criminalidad, factores como la atención sanitaria o la alimentación no han hecho más que empeorar.

La Gran Recesión o la resaca de la expansión del sistema penitenciario

Desde los últimos años de la década de los 70, salvo una pequeña fase de transición entre los años 1995 y 2000, la población presa en España no dejó de aumentar hasta 2010. Siguiendo al profesor Brandariz en el libro La cárcel dispar, editado por el Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos, durante la primera década de este siglo nuestro sistema penitenciario vivió una etapa expansiva tanto en relación a su extensión –se castigó a más gente– como en relación a su intensidad –se castigó durante más tiempo–. Esta severidad se concentró de forma muy significativa sobre la población extranjera. Según Alessandro De Giorgi, en 2010 el número de extranjeros encarcelados en España fue de 395 cada 100.000 personas, es decir, las personas migrantes eran encarceladas casi 5 veces más veces que los ciudadanos europeos.

En mayo de 2010 la población penitenciaria española alcanzó su cifra más elevada desde la década de los 40 del siglo pasado. A partir de ese momento comienza una disminución sostenida del número de presos, que en términos totales se ha reducido un 17% entre mayo de 2010 y septiembre de 2018. No obstante, no debemos identificar el descenso de personas dentro de prisión con un Estado menos punitivo ya que durante el periodo de la recesión ha seguido incrementándose el número de detenciones, condenas y penas de prisión impuestas.

Sin embargo, lo que más nos interesa es cómo se ha producido esta fase de contracción en relación con los recursos destinados a centros e instituciones penitenciarias. Una de las características de esta última fase de la evolución del sistema penitenciario es, de nuevo siguiendo a Brandariz, la escasez de recursos que -como veremos enseguida- ha supuesto un significativo endurecimiento de las ya de por sí duras condiciones de vida en prisión.

Los recortes en sanidad también llegan a prisión

El primer argumento del que partimos es que las personas presas tienen derecho a recibir atención sanitaria en las mismas condiciones que el resto de la población. Actualmente, solo Catalunya y País Vasco han asumido las competencias de atención sanitaria penitenciaria dentro de sus servicios de salud. En el resto de Comunidades Autónomas este servicio no está adscrito al Sistema Nacional de Salud –como cabría esperar–, sino al Ministerio del Interior (en concreto, a Instituciones Penitenciarias). Hasta ahora, la coordinación entre Instituciones Penitenciarias y los Servicios Autonómicos de Salud ha dependido de la creación de convenios de colaboración que, en muchos casos, ya no están en vigor.

La Ley 16/2003, de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud anunciaba que en un plazo de 18 meses desde la entrada en vigor de la ley «los servicios sanitarios dependientes de Instituciones Penitenciarias serán transferidos a las comunidades autónomas para su plena integración en los correspondientes servicios autonómicos de salud». En el año 2016, a propuesta de la senadora Maribel Mora, el Pleno del Senado aprobó por unanimidad una moción para la transferencia a las autonomías de las competencias en materia de sanidad penitenciaria. A principios de este año la Comisión de Interior del Congreso de los Diputados aprobó una Proposición No de Ley que recordaba el mandato de la Ley 16/2003. A día de hoy las competencias aún no se han transferido.

Llegados a este punto, la pregunta que surge es la siguiente: ¿qué ha ocurrido con la atención sanitaria durante esta última fase que hemos llamado de escasez? En términos generales, desde 2010 el presupuesto se ha reducido más de un 10% (casi 200 millones de euros) en términos absolutos. Sin embargo, en términos relativos el presupuesto total ha aumentado en relación al descenso de población penitenciaria en los últimos años: 18.504€ en 2010 y 19.648€ en 2018 por persona presa y año. Pero, ¿cómo se distribuye este aumento del gasto en las diferentes partidas presupuestarias? En los siguientes gráficos podemos ver desglosada la evolución del gasto por persona presa y año en cuatro categorías que hemos considerado relevantes para la salud de la población penitenciaria: gasto en personal de prisión (incluyendo el gasto en personal médico), alimentación, productos farmacéuticos y conciertos de asistencia sanitaria. La conclusión es bastante clara: mientras el gasto en personal y farmacia han aumentado, las partidas dedicadas a alimentación y convenios de atención sanitaria han disminuido. De las cuatro partidas es en esta última donde se produce el recorte mayor: si en 2010 se destinaban 356 euros, en 2018 la cantidad presupuestada ha sido de 122 euros por cada persona que se encuentra encarcelada, lo que supone una reducción del 73%.

Menos personal sanitario, más envejecido y más precario

En este contexto, debemos preguntarnos: ¿qué ha ocurrido con el personal sanitario dentro de prisión?, ¿en qué situación se encuentra?, ¿cómo ha repercutido esto en la salud de las personas privadas de libertad? En cuanto a la primera cuestión resulta revelador el siguiente dato: actualmente de las 489 plazas destinadas a médicas y médicos de atención primaria penitenciaria (nuestra médica/o de cabecera), 148 plazas están vacantes, lo que supone el 30% de las plazas existentes. Además, cada vez hay menos plazas, lo que contrasta con el aumento del gasto en personal: entre 2008 y 2017 se han eliminado 61 plazas y de las 105 plazas ofertadas en este periodo solo se han cubierto 62. Así, encontramos cárceles en las que hay uno o ningún médico, por lo que es el servicio de enfermería quien tiene que desempeñar las funciones del médico de primaria (esto es lo que está ocurriendo, por ejemplo, en la cárcel de Pamplona). A todo esto hay que sumar la elevada edad del personal sanitario: el 88% tiene más de 50 años. La única alternativa que ha presentado el gobierno a esta situación es la propuesta de que los médicos residentes (MIR) hagan rotaciones por las prisiones, lo que probablemente serviría para ahondar más en la precarización de la atención sanitaria al cubrir plazas de forma temporal con personal en formación.

La cárcel mata

Puede parecer una afirmación exagerada, pero como recordaban recientemente las compañeras del colectivo La Cabecera, la cárcel amplifica las enfermedades y adelanta la muerte. Hay un mayor número de muertes dentro de prisión en comparación con la población general y una relación directa entre el tiempo de duración de la condena y la probabilidad de enfermar y morir una vez cumplida esta. Estas podrían considerarse las consecuencias más extremas del paso por la cárcel.

Por otra parte, si hay un lugar en el que la vida está psiquiatrizada ese lugar es la cárcel. Apenas contamos con estudios sobre la prevalencia de enfermedad mental dentro de prisión pero, según las últimas cifras, alrededor del 35% de las personas presas padecen algún tipo de trastorno. Asumiendo que ni las prisiones ni los hospitales psiquiátricos penitenciarios se pueden considerar lugares “terapéuticos”, en la mayoría de ocasiones el tratamiento que se dispensa en estos espacios no va más allá del farmacológico. Lo más preocupante es que, salvo honrosas excepciones, desde la psiquiatría o criminología críticas no hay voces que llamen la atención sobre este hecho.

Por último, a principios de este mes la redacción deEl Salto publicaba un reportaje sobre las últimas estadísticas de Instituciones Penitenciarias donde señalaban varios datos que merece la pena recordar. Por un lado, a pesar de que la población dentro de prisión ha disminuido considerablemente desde 2010, la tasa de mortalidad se ha mantenido estable. Por otro lado, el número de suicidios ha aumentado. Según las respuestas del Gobierno a las preguntas parlamentarias del senador Jon Iñarritu, de las 237 personas que se suicidaron dentro de prisión entre 2006 y 2016 casi la mitad se encontraban en tratamiento por enfermedad mental.

Es imprescindible, por tanto, que empecemos a ocuparnos sobre lo que está ocurriendo con el sistema penitenciario. En primer lugar, como han propuesto desde Salhaketa en las jornadas que han organizado esta semana sobre abolicionismo, reflexionando por qué desde las izquierdas hemos prestado tan poca atención al ámbito penitenciario. En segundo lugar, teniendo claro que el abolicionismo va de la mano del anticapitalismo, feminismo y antirracismo, como recordaba en esas mismas jornadas Nacho González. Por último, un buen punto de partida podría ser la propuesta de Iñaki Rivera Beiras de un programa de descarcelación ya que, como él mismo señala, «no puede, no tiene sentido, «mejorar» una institución semejante: se debe trabajar para su reducción una mirada abolicionista a más largo plazo».

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